Continúo con las contadas en jardines y escuelas.
En la escuela EP39 de Morón, Buenos Aires, Gastón, un niño de unos ocho años, camiseta de la selección argentina, bastante más grande que sus compañeros de grado, me preguntó antes de empezar si iba a contar una historia de Rambo, que eran las que más le gustaban.
-Y, de Rambo no tengo -le dije casi disculpándome. No le mentí. No he visto ninguna de las películas-. Además, esas las pasan por la tele.
Cuando terminé de contar, después de haber hecho desfilar por la imaginación de los chicos a unos cuantos héroes -de los de cuento, esos que están hechos a golpe de palabra, memoria, y siglos de haber pasado de boca en boca-, Gastón se me acercó.
-Ché -me dijo como si me conociera de toda la vida-, estuvieron buenas las historias
-¿Viste? -contesté-. Otro día que vuelva, me aprendo una de Rambo y se la cuento.
-No, dejá -respondió-. Esas ya las pasan por la tele.
Había sonado el timbre, y lo que minutos antes era una ronda donde se escuchaban cuentos, se transformó en un comedor en el que humeaba el guiso de lentejas.
Invierno en la provincia de Buenos Aires. Continúo contando en jardines y escuelas.
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