sábado, 27 de septiembre de 2014

UN DIA EN EL OESTE

     Parece que en estos tiempos que corren, si no hay una fotografía o video que lo atestigüe, nada sucedió.  Pues aunque no tengo ninguna imagen —me consta que las hay, porque Natalia (y rima con bibliotecaria) estaba dale a sacar fotos—, ayer conté en el colegio Nuestra Señora de Luján, en Morón, y fue inolvidable.
         Durante la semana los alumnos y alumnas me habían hecho llegar a través de internet un montón de preguntas: que cómo había llegado a la narración oral, cuál había sido el mejor momento de mi vida, y otras muchas, cada una más difícil de responder que la anterior. Ante tanto interés, sospeché que las maestras les habían puesto como tarea investigar sobre mí. Me equivoqué. Al llegar a la escuela, Lili, la directora, me dijo que ellas no tenían nada que ver, que eran los propios chicos los que tenían ganas de saber más.
         La sala que habían dispuesto para que contara —la antigua capilla—, estaba empapelada con fotos mías, con algunos de mis cuentos impresos. ¡Y aún no me conocían! Junto a Lili salimos al patio y me fue mostrando la escuela. En una de las aulas de la planta baja, los alumnos de 4º ya estaban estampados contra la ventana saludándome. Evidentemente, conocían mi cara, “es Adrián Yeste, es Adrián Yeste”, decían. Y sí, era yo. Pero, ¿qué había hecho para ganarme tanto cariño? ¿El mero hecho de ir? ¿Tener un blog y una cuenta de facebook?
         Lili me mostró el colegio. No me deja de llamar la atención las escuelas de Buenos Aires. A diferencia de mi colegio en León, o de la mayoría de las escuelas en España, moles de una sola estructura sacadas del mismo patrón que los hospitales y las cárceles, a los colegios de acá a veces no se los reconoce desde la calle. Comenzaron siendo una casa a las que se les fueron añadiendo pedazos con el paso del tiempo. Las que más crecieron llegaron a ocupar una cuadra entera. Otras, la mayoría, son un rompecabezas que pieza por pieza se han ido armando, integrándose entre el resto de viviendas del barrio. Es el caso de Nuestra Señora de Luján.
         Lili me contó que la escuela comenzó siendo dos vagones de tren cuando aquello todavía era campo. Siendo ella alumna, su padre fue de los que ayudó a poner ladrillos. Ahora es la directora de una escuela hermosa, en la que la lectura y los cuentos tienen una papel primordial. Y si no, ¿por qué esos niños y niñas se arremolinaban en la puerta de la sala de profesores y me pedían autógrafos?
         Hubo que hacer un trato: yo les firmaba todos los autógrafos que quisieran, pero después de haber contado. “Imagínense que cuento, y no les gusta”, les dije. “¿Qué iban a hacer con mi autógrafo? ¿Romperlo? Primero me escuchan, y luego vemos”. Trato hecho.
         Hay días que uno cuenta y las palabras se tropiezan al ser pronunciadas, los gestos se chocan con ellas y se estorban, y al final el cuento sale, digno, bien, la gente escucha y aplaude, pero uno vuelve a casa con la sensación de haber cumplido un trámite, trabajo hecho, pero “hoy no pasó nada”. Por fortuna, esos días no son demasiados.
         En cambio, hay otros días en los que el primer rayo de sol te toca con la varita de la gracia, te esperan en una escuela con los brazos abiertos, y el verbo fluye, el gesto acompaña, y las historias van saliendo con la misma naturalidad con la que son escuchadas. Y de a poco se va tejiendo una red entre el que cuenta y el que escucha que nos cobija, nos ampara de todo lo que está afuera, y lo que queda adentro es un entramado de palabras, silencios, una respiración común, algo colectivo, poderosísimo, que me hace volver a casa agradecido por haber encontrado este oficio que me permite vivir momentos como el que pasé en esta escuela.
         Contar en un colegio es como encender un fuego en mitad del campo. Algunas veces llegas al lugar y te encuentras con cuatro palitos mojados, no hay papel, te olvidaste los fósforos en casa y tienes que hacer chispa entrechocando dos piedras. Al final, el fuego se prende, pero te llevó un trabajo…  Otras veces llegas y te esperan con un atado de leña seca, papel de diario, te ofrecen una caja de fósforos, un encendedor y por si no funciona, tienen un soplete de emergencia. En este caso, el fuego se enciende a la primera.
         Cuando la escuela incentiva la lectura, la familia acompaña y apoya ese proceso, la biblioteca es un lugar donde los chicos desean ir y no la sala de los castigos, los narradores llegamos y el fuego se enciende a la primera. Y cuando el fuego ya está encendido solo queda sentarse alrededor y escuchar.
         Ayer, en el Nuestra Señora de Luján, se armó el fogón.
         ¡Gracias a los que lo hicisteis posible!
              

domingo, 7 de septiembre de 2014

"El HOMBRE SOLTERO Y EL ZORZAL", UNO DE MIS CUENTOS


            El hombre soltero alquilaba un ph al fondo con patio, un limonero del que dejaba caer los limones y que se pudrieran en el piso, y una parrilla que jamás había usado.
            Trabajaba en un call center en el turno de la tarde. Era telefonista del sector reclamos, donde lo mantenían gracias a la paciencia y al estoicismo con que soportaba los insultos de los clientes. Llegaba a su casa entrada la madrugada después de tomar una  grapa en el bar.
            Su vida transcurría con normalidad hasta que una mañana, muy temprano, un zorzal empezó a picotear la ventana del dormitorio. El hombre soltero se despertó, se cubrió hasta la cabeza con las sábanas color beige que le había regalado la madre para el último cumpleaños, pero no se volvió a dormir. Esto se repitió tres días seguidos.
            La noche del tercer día, mientras tomaba la grapa en el bar, uno de los parroquianos, que podía contar batalla tras batalla hasta que el mozo bajara la persiana, le preguntó:
            —¿Qué te pasa que parecés cansado?
            El hombre soltero le contó la historia del zorzal.
            —Pero eso se arregla fácil —le dijo el amigo charlatán agarrándolo del hombro—. Cuando era niño iba a cazar pájaros. Mañana, a primera hora, me voy para tu casa con la gomera. La guardo como si fuera de oro.
            El zorzal y el amigo charlatán fueron puntuales. En cuanto el pájaro empezó a picotear la ventana, el amigo sacó una piedra del bolsillo, armó el brazo y disparó, con tan mala suerte que le erró y rompió el vidrio.
            —Seguro que lo asusté y no vuelve por acá —dijo antes de irse.
            Esa noche el hombre soltero no pudo dormir. El chiflete que entraba por la ventana  era tal que ni la sábana beige, ni la frazada que la madre le había regalado por Navidad lo hizo entrar en calor. Ciertamente, el zorzal no apareció por la casa al amanecer.
            Transcurrida la jornada, a la noche, en el bar, el amigo charlatán le vio cara de cansado, pero prefirió no preguntar, por si la conversación derivaba en que tenía que pagar el vidrio roto.
            Al día siguiente el hombre soltero pidió permiso para no ir al trabajo, y así poder estar en la casa para que le colocaran el vidrio nuevo.
            El vidriero le preguntó qué había sucedido, y el hombre soltero le contó la historia del zorzal.
            El vidriero, un hombre de buenos propósitos y mejor corazón, lo reprendió por haber disparado y le aconsejó:
            —Si un pájaro viene a picotear a su ventana es señal de buena suerte. Le recomiendo que lo deje en paz y que se vaya a dormir al living.
            El hombre soltero, previendo que con el vidrio puesto el zorzal volvería, trató de dormir en el sofá. Pero le fue imposible porque era incómodo. Desde ahí escuchó el ruido del zorzal en la ventana de la pieza. Estaba de vuelta.
            A la tarde, en el tren que tomaba para ir al trabajo, se quedó dormido y despertó al final del trayecto. Un mendigo le vio sobresaltado y perdido, así que le preguntó qué le había pasado. El hombre soltero le contó la historia del zorzal.
            —Eso se arregla fácil —le dijo el mendigo—. Lo que tiene ese pájaro es hambre. Póngale unas migas de pan en la ventana y no volverá a molestarlo.
            El hombre soltero tomó el tren de vuelta y llegó muy tarde al trabajo. Después de la grapa regresó a la casa, colocó un plato con migas de pan en el alféizar y se acostó. Con los primeros rayos del sol, lo despertó el zorzal. Por supuesto, se había comido todas las migas, pero seguía golpeando la ventana.
            Aquel día el hombre soltero llegó puntual al trabajo, pero se durmió en el cuarto de baño. Lo despidieron. Cuando fue a la oficina de personal, la empleada, una mujer coleccionista de las tarjetitas que venden en el tren en el que un osito le dice a un perrito que le va a amar el resto de la vida, le preguntó:
            —¿Y qué va a hacer ahora?
            El hombre soltero miró el reloj:
            —Voy al bar.
            —No, le preguntaba que qué va a hacer con su vida.
            —Ahhh… No sé. Por lo pronto espero dormir esta noche.
            —¿Dormir? —le preguntó ella—. Se conforma con poco. Hay que ser más ambicioso. —Despreciaba a los hombres que pasaban por la oficina pisoteados, humillados, reducidos a un huevo revuelto en el que no se distingue la yema de la clara. Pero aquella actitud humilde, despreocupada, la enterneció—. ¿Queda muy lejos ese bar?
            Salieron juntos. Para sorpresa del amigo charlatán, que aprovechó para contarle al mozo de una novia que tuvo a los diecisiete años, el hombre soltero se sentó en una mesa aparte con la coleccionista de tarjetitas. Allí le contó la historia del zorzal.
            Ella no se atrevió a decirle que nada es casual, que el pájaro había aparecido en sus vidas para que se conocieran. Él se sentía tan cansado que tampoco se atrevió a invitarla a su casa. Ella se adelantó:
            —Me encantaría conocer al famoso pajarito.

            Con las primeras luces del día, el zorzal picoteó la ventana.
            La coleccionista y el hombre soltero despertaron.
            —¡Es él! —exclamó ella—. Qué hermoso. Picotea en la ventana porque ve como nos estamos amando y quiere entrar con nosotros.
            Al rato, tocaron al timbre. El hombre soltero se puso los pantalones, se pasó las manos por el pelo y salió a abrir. Un hombre con chaleco a cuadros, un sombrero con una pluma de pato y sonrisa de vendedor de biblias, se presentó:
            —Buenos días. En el bar me comentaron que tenía problemas con un pájaro. Soy del Club de Ornitología Amigos del Plata. Lo puedo ayudar.
            El hombre soltero le contó la historia del zorzal.
            —Eso se arregla fácil —dijo el ornitólogo—. El pájaro ve su propio reflejo en el cristal y lucha contra “ese otro” para arrebatarle el territorio. 
            La voz de la coleccionista lo interrumpió. Enrollada en la sábana beige, los hombros descubiertos y el pelo alborotado, estaba asomada en el umbral del ph. Gritó a través del pasillo:
            —¿Estás bien? ¿Por qué no volvés a la cama?
            —Ahí voy —contestó el hombre soltero. Se dirigió al ornitólogo—: Continúe.
            —Lo solucionaría colocando en el vidrio la pegatina de un pájaro más grande que él —sentenció el ornitólogo.
            El hombre soltero le dio las gracias, cerró la puerta y regresó a la cama.
—¿Quién era? —preguntó la coleccionista.
            —Un ornitólogo.
            —¿Por qué molesta tan temprano?
            —Me explicaba que en realidad el zorzal picotea en la ventana porque ve… —El hombre soltero rozó la pierna de ella, suave, recién depilada—. Porque ve… —Inspiró y un olor a shampoo de frutas del bosque lo emborrachó más que una botella entera de grapa—. El zorzal picotea en la ventana porque ve como nos estamos amando y quiere entrar con nosotros.    
            —Te lo dije —concluyó la coleccionista, que antes de enredarse en los brazos de él le prometió que le iba a regalar unas sábanas nuevas y le juró que, cuando llegase la temporada, haría un dulce para chuparse los dedos, con los limones del patio.




"El hombre soltero y el zorzal" está incuído en la revista de narración ora "Soy Leyente". Aquí les dejo el enlace para que la puedan leer completa.